El nuevo caso del adolescente que hace unas semanas mató a una mujer en Castrogonzalo (Zamora), el pueblo más cercano al que me crié, me ha hecho recordar los casos de a otros ‘pequeños criminales’ de la reciente historia de este país. Así, me vienen a la memoria los casos de José Rabadán, el chaval que acabó a golpe de katana con vida de sus padres y de una hermana con síndrome de Down; Rafael García, ‘Rafita’ condenado junto a tres amigos por el brutal asesinato de Sandra Palo; Miguel Carcaño, el asesino confeso de Marta del Castillo; o Andrés Rabadán, el joven que hace 20 años se cargó a su padre apretando una ballesta.
Su protagonismo mediático les ha reportado no sólo la indignación y la repulsa de la familiares y los amigos de las víctimas, sino de la población en general, la cual se debate, como de costumbre, entre el endurecimiento ‘en caliente’ de las leyes para penar más este tipo de hechos o, los menos, por analizar y estudiar las circunstancias personales del verdugo y su familia para saber qué falló y cómo podemos reinsertar a ese joven en la sociedad y el tratamiento de la víctima, funciones de los criminólogos.
La sobreexposición de su caso, de su persona, a la que tarde o temprano se pone foto o imagen, también comporta otras consecuencias difícilmente imaginables. En muchas ocasiones reciben la admiración, la comunicación y el enamoramiento de algunas mujeres, seducidas por las características físicas de los asesinos o incluso de su maldad.
El fenómeno, que en España afecta especialmente a jóvenes criminales, en Estados Unidos ya recibe nombre. Se llama ‘killers groupis’, es decir, fans de los asesinos, y se ha estudiado bastante, especialmente en la rama de los asesinos en serie, que en ocasiones arrastran decenas de admiradoras. El trastrono ya tiene un nombre científico, hibistrofilia, una enfermedad mental caracterizada por la excitación extrema o la atracción hacia una persona que normalmente ha cometido un hecho espantoso, una patología que se da más en mujeres que en hombres.
Charles Manson y Elaine Burton
El caso más conocido fue el de Charles Manson, uno de los más famosos conspiradores de asesinato de Norteamérica, quien reclutó un ejército de fans a modo de secta criminal que mató, entre otras personas, a la actriz Sharon Tate, la mujer de Roman Polanski. Un tipo que bien había servido de inspiración para el personaje de Joe Carrol en la serie televisiva ‘The Following’, que recomiendo porque narra con todo lujo de detallas la seducción del mal, la atracción del psicópata y el fenómeno de ‘serial killers groupis’.
Ya en la cárcel, desde que fue apresado en 1969 hasta que falleció el año pasado, Manson recibió cientos de cartas de admiradoras proponiéndole matrimonio. Y de hecho, casi llega a hacerse realidad. El 2014, con 80 años, se comprometió a casarse con Elaine Burton, de 27 años. Sin embargo, a pocos días del enlace la boda fue cancelada porque las verdaderas intenciones de Elaine eran, una vez muerto en la prisión, hacerse con su cuerpo y exponerlo en una cripta de cristal en California para sacar dinero con ello.
¿Admiración, coqueteo con el mal, repercusión, notoriedad, lucro..? Muchas pueden ser las razones de las y los ‘killers groupis’ para enamorarse de un asesino. La criminología nos ayuda a desvelar cómo se puede llegar a crear un vínculo personal de estas características, pero para ello es mejor centrarnos, por cercanos, en los casos españoles que antes comentamos.
CARTAS A LA CÁRCEL
La mayoría de las historias comienzan igual. Frente a un mundo de Whatsapp y Skype, en la cárcel las cartas manuscritas siguen teniendo el valor de antes, incluso más. Y son el nicho de la afectividad y el enamoramiento. Eso le pasó a Bonaventura cuando fue a una exposición sobre los dibujos del primer asesino de la ballesta. Le gustaron las obras y empezó a escribirse con el hombre que a los 20 años clavó cuatro flechas a su padre. Le gustaba su lunar y su manera de ser y, pese a reconocer algo de miedo intrínseco, años después se casaron en la prisión y ahora disfrutan juntos de permisos penitenciarios; más allá de lo que pasó, de los intentos de fuga de la prisión o de la amenaza, ya dentro, de violar a una enfermera. Un flechazo, pero de amor. El caso de Andrés Rabadán acabó en documental.
Parecida suerte corrió Juan José Garfia, conocido por la opinión pública de los 80 por sus atracos e intentos de fuga de prisiones, fue condenado por matar en 1987 a un guardia civil, a un policía municipal y a un empresario. Confinado a una celda de máxima seguridad y en régimen especial de incomunicación, la vida del asesino pasaba aburrida hasta que un día una enfermera tuvo que atenderle en la celda, escrupulosamente observada por un carcelero. El roce hizo el cariño y Marimar, hija de guardia civil pero anarquista cristiana, acabó finalmente casándose con su reo. Lo hizo porque se enamoró y porque cree en la reinserción, o eso dijo.
Su idilio fue llevado al cine con ‘Horas de Luz’, película dirigida por Manolo Matjí con las interpretaciones de Alberto San Juan y Enma Suárez en ‘Horas de luz’. El cartel la anunciaba con una reveladora pregunta: “¿Puede el amor liberar a un asesino?”. En una entrevista concedida hace ya unos cuantos años al periodista Juan Carlos Rodríguez, Marimar respondía con contundencia. “A ver, ¿liberar a un asesino o a una persona condenada por asesinato? Porque son dos cosas diferentes. Para lo primero no tengo respuesta. Considero que un asesino es la persona que sale de su casa premeditadamente pensando en cargarse a alguien, o quien vende drogas a un niño, o el ejecutivo que va a f… niñas a Tailandia. Pero no la persona que dispara para proteger su vida, como hizo Juanjo, aunque no sea justificable. Mi marido no es un asesino; es una persona condenada por asesinato”.
El asesino de la katana
El caso del asesino de la katana ocurrió al revés. Fue él que decidió ponerse en prisión en contacto con la chica, hermana de uno de sus compañeros de internado. Con el tiempo y las comunicaciones que mantenían, incluso vis a vis, se convirtieron oficialmente en pareja de hecho. No obstante, el chaval, en internamiento por matar a sus padres con la espada samurai y con rasgos psicopáticos, al no reconocer el daño causado, recibió cientos de cartas de admiradoras. Entre ellas, una firmada por dos chavalas que poco tiempo después mataron a puñaladas a una compañera de instituto en San Fernando (Cádiz).
Un caso similar pero más actual es el de Miguel Carcaño, uno de los asesinos confesos de Marta del Castillo, la adolescente cuyo cuerpo sigue sin aparecer porque los implicados nunca han revelado el lugar exacto donde fue depositado. Miguel ha recibido, entre barrotes, decenas de cartas, incluso dinero, de sus fans.
ENCANTADORES DE SERPIENTES
¿Qué ha llevado a estas mujeres, en apariencia normales, a querer pasar el resto de su vida con los criminales? Aunque las características de cada caso son distintas, todas ellas se sienten atraídas, de forma positiva o negativa por el poder de la violencia y un concepto oscuro, incluso gótico, del romanticismo desdichado. La literatura y el cine nos aportan grandes ejemplos de grandes amores trágicos, sangrientos, pero apasionados, sin lugar para el aburrimiento. «En el fondo, la violencia nos seduce a todos, y ella también puede sentirse atraída», señaló el psiquiatra forense José Antonio García Andrade respecto a la chica del ‘asesino de la katana’
Son varios los perfiles de las mujeres que se enamoran de asesinos y homicidas. La primera categoría la componen las buscadoras de emociones fuertes, féminas valientes y seguras de sí mismas que se sienten atraídas por aquel que puede contravenir las normas. Ven al condenado como una víctima de su pasado –muchos fueron maltratados de pequeños o recibieron afectividad alguna de sus progenitores–, y no como una fiera. Les gusta la fama porque la conciben con un halo de crecimiento personal. «Ellas sienten que tienen el control de un hombre, y es la primera vez en la vida que les ocurre. Hay mujeres que se acercan a estos asesinos solo por afán de notoriedad; cuanta más fama tiene el criminal, más fans consigue», señala la norteamericana Sheila Isenberg, autora del libro ‘Women who love men who kill’ (Mujeres que aman a hombres que matan).
Frente a las ‘buscavidas’ también abunda otro perfil de persona enamoradiza, fascinada por el personaje y que actúa con el asesino más como una madre que quiere entender lo que le pasó y ayudarle a ‘volver a ser bueno’ que como una compañera sentimental. Su vida, por lo general, es gris, monótona y sin emociones. “Tienes una vida con pocos logros y no te manejas correctamente en ellas porque tus relaciones emocionales son un desastre; y, de pronto, vas a convertir o a redimir a un famoso asesino. Si eres capaz en tu imaginación de ser la novia o mujer de alguien tan peligroso y denostado tienes una recompensa emocional muy fuerte. Ese es un valor extraordinario para una vida con tan pocas recompensas positivas, hasta tal punto de que puedas negar lo obvio y distorsionar la verdad, diciendo que está en la cárcel por un mal juicio, que han manipulado las pruebas y que es inocente”, argumenta el criminólogo Vicente Garrido.
En estos casos, esta persona puede ser manipulada por el asesino, muchos de ellos psicópatas y, por tanto, acostumbrados a fingir sensaciones que no tienen y engañar a las personas que quieren. Por tanto, no es de extrañar que un individuo sin estudios pueda con unas grandes expectativas emocionales y relaciones sentimentales confusas creer ‘a pies juntillas’ en lo que le diga el reo. “Los psicópatas son seductores natos; no pueden vivir sin seducir. Seducen no por necesidad de afecto, sino para garantizarse vía libre a sus deseos. Tienen la capacidad de reconocer a los que son vulnerables: personas con una baja autoestima o que presentan carencias afectivas», sentencia la psicóloga Sonia Tapias.
Los especialistas sostienen que este tipo de ‘novias’ fueron maltratadas en el pasado y que ahora busquen un elemento de sufrimiento. Es el llamado síndrome de la bella y la bestia. Al principio tienen miedo pero luego resultan fascinadas, sienten pena, quieren protegerles y caen rendidas a sus pies. La atracción del mal.
Julio de la Fuente Blanco