El muerto padecía el síndrome de Diógenes. Vivía solo y no tenía apenas familiares. Los vecinos llevaban más de un año sin verla pero pensaron que estaría viviendo en la Sierra. Semanas atrás la Policía halló otro cadáver momificado en parecidas circunstancias en el madrileño barrio de Salamanca. Se trataba de una mujer de 83 años, Amanda J., que al parecer murió en 2014. El ambiente seco, los accesos cerrados y su delgadez propiciaron proceso de momificación. La mujer vivía sola y una sobrina que tenía en Israel fue quien dio el aviso.
Esto describíamos en los medios hace un año varios casos de ancianos fallecidos en sus domicilios que mucho después de su muerte han sido encontrados por la Policía y Bomberos. Mayores solos, sin apenas familia o con parientes de esos que solo les llaman una vez al año para confirmar que los detalles de la herencia siguen en vigor. Aunque la crisis coronavírica nos ha hecho pensar mucho más en nuestros mayores, los más afectados por la pandemia, muchos habrán perecido en sus viviendas sin que nos hayamos dado cuenta. Y dentro de unas semanas, meses, cuando el confinamiento acabe o cuando el olor o una avería denote una terrible ausencia, volveremos a hablar y escribir de esta cruda realidad, la muerte en soledad.
El año pasado los servicios del Samur-Protección Civil contabilizaron 17 personas de 65 años muertas solas en la capital. Este año no quiero ni saber la estadística en toda España. Las intervenciones de apertura de puertas de Bomberos del Ayuntamiento de Madrid aumentaron solo en marzo el 57 por ciento. Las actuaciones por el mismo motivo de la Policía Nacional y Municipal han crecido exponencialmente. Se encuentran a ancianos en sus camas muertos desde hace varios días. Incluso a parejas cogidas de la mano, me comentaba un agente destinado en un populoso distrito de la capital, que ha vivido estas semanas los peores momentos de sus más de 20 años en el Cuerpo. “Se te cae el alma a los pies. Esto es una tragedia diaria”, comentaba.
Este tipo de fallecimientos son el detonante más trágico de un problema social mayor y anterior al Covid: el porcentaje cada vez más alto de ancianos que viven sin compañía o con sus mascotas. Este problema afecta a la calidad de vida mental y también física de las personas. El ser humano es social y por eso necesita comunicarse y vincularse afectivamente. Además, la soledad suele dar lugar a sentimientos de hostilidad, resentimiento y tristeza, lo que daña la cognición y la salud de los afectados, aumentando su posibilidades de dependencia y mortandad.
Esta problemática tiene una solución compleja. Normalmente, los ancianos están estigmatizados en una sociedad cada vez más individualista, productivista y competitiva. Los ancianos son apartados de la vida pública y los familiares, liados con su propia vida, cada vez se preocupen menos de sus progenitores. Un cóctel perfecto para que muchos mayores, impedidos física o psicológicamente, se recluyan en su piso con su tele sin ganas de más.
Con la crisis del coronavirus no solo son las víctimas más vulnerables de la pandemia, sino de una estructura social que en las últimas décadas les ha apartado de los centros del poder (los políticos solo se preocupan de ellos cuando hay elecciones), de los medios de comunicación y de la opinión pública (infarrepresentados y muchas veces ridiculizados) y de la sociedad en general. Y eso que fueron la generación que más se sacrificó por conseguir la democracia y el progreso económico y social de España. Paradójicamente, son cada vez más o cada vez menos escuchados.
Ahora, la presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen, confiesa que la Unión Europea está planteándose aconsejar a los países miembros de la misma que las personas mayores (no ha determinado desde qué edad) permanezcan confinadas hasta enero de 2021 para evitar que les afecten posibles rebrotes del Covid-19. “Sin una vacuna, tenemos que limitar el contacto con los ancianos, especialmente con los que viven en residencias. Probablemente, toque aprender a convivir con el coronavirus hasta el próximo año”.
Son razones de salud pública, alega. Pero, ¿alguien les ha preguntado?. Porque algunas asociaciones que representan a ese sector mal llamado de la Tercera Edad ya han lanzado en grito en el cielo: no quieren ser tratados como menores de edad. Son conscientes del peligro y menor que nadie quieren proteger sus vidas, las más afectadas, y las de sus seres queridos. Han sabido cuidar a sus hijos y nietos durante muchos años y no les van a poner en peligro ahora. Han pasado por más enfermedades y penurias que nosotros y por algún otro periodo de confinamiento. Este lo están pasando, según muchas encuestas, mucho mejor que el resto de edades. Es lo que tiene la experiencia. Quizá les tengamos que escuchar y no ningunearles, como estamos haciendo.
LA IMPORTANCIA DE LA RED VECINAL
Pero no todo ha sido negativo en esta crisis. El confinamiento ha favorecido el acercamiento vecinal, la solidaridad con los que viven esta circunstancia histórica pared con pared. Así se han creado redes comunitarias en las que los jóvenes están preocupándose por sus vecinos mayores, haciéndoles la compra o preocupándose por su día a día. Ahora es el momento de que las administraciones se implique en esta realidad de la soledad no deseada, que se da sobre todo entres las personas mayores de las grandes ciudades, ya que en las pequeñas o en los pueblos la red vecinal y familiar es mucho más intensa. En Reino Unido ya hablaban antes del Covid de epidemia social y han creado una Secretaría de Estado específicamente para combatirla.
Las instituciones han de poner en marcha programas de acompañamiento, ocio y socialización, aprovechando la teleasistencia y las nuevas tecnologías. También la ciudadanía debe reaccionar y volver a actuar como radares para descubrir casos de ancianos en situación vulnerable más allá de esta crisis. La relación intergeneracional tiene que ser un ‘gana-gana’ en el que los mayores pueden intercambiar su experiencia vital y los jóvenes las novedades de la vida moderna.
También es necesario un cambio de concepto de residencias o geriátricos, una tema que necesita un artículo propio, sobre todo después de que la pandemia haya desvelado la lamentable situación de muchos de ellos. En muchos casos se han convertido en un mero ‘aparcaancianos’ en el que dejamos a nuestros seres queridos encerrados y sin motivaciones vitales, pasando el tiempo aburridos esperando la hora de comida o sueño para matar la monotonía. Las actividades y su apertura a la sociedad es fundamental para retrasar su deterioro físico, cognitivo y afectivo.
Además, existen otros modelos alternativos al residencial, que ya se están probando en otros países europeos, para personas con bajo nivel de dependencia, que valoran la independencia de un piso pero con servicios sanitarios y de ocio compartidos entre personas en la misma situación. Llegó el momento de los mayores. No hacen falta elecciones.
Artículo escrito por Julio de la Fuente Blanco, periodista, criminólogo y responsable de Prensa del Colegio Profesional de la Criminología de la Comunidad de Madrid.